Este artículo se iba a
llamar “El arte olvidado de fracasar en público”. Me pasó por primera
vez a mis 8 años, frente a un grupo amplio de padres de familia de la escuela
donde estudiaba entonces, muchos de corte intelectual, periodistas, escritores,
librepensadores, come libros, maestros de escuela, con todo lo que eso significaba
en los años 70; y de todos mis compañeros de clase. Era mi segunda
“conferencia” de las miles que he facilitado hasta esta semana. Me equivoqué en
algo, no supe manejarlo (¡tenía 8 años!) y comencé a llorar delante de todos.
Mi padre, que evitaba mostrar en mi presencia lo orgulloso que estaba de su
hijo, caminó hasta la tarima e hizo lo mejor que pudo para calmar mi angustia,
me sacó de allí y me llevó a casa donde me escondí para siempre.
Pero entonces quise
ser agresivamente más competitivo y “confrontacional”. Hablarles directamente a
los líderes en las empresas, a raíz de un ejercicio que he estado haciendo esta
semana en un banco de Centroamérica. Entonces cambié las cosas desde el
comienzo, desde el mismo título. Sé que el "tu" lo hará personal o,
al menos, es lo que quiero. Y la frase "caer mejor" parecerá contradictoria,
pero espero que genere curiosidad inmediata. En breve, lo que quise con este
cambio fue posicionar el fracaso como una habilidad que se puede perfeccionar…
¡Y dice así con entonado acento!
Hace unos días, el
robot humanoide ruso AIdol hizo su debut con toda la pompa que se
esperaría de una presentación tecnológica de esta magnitud: música de la
película Rocky, asistentes bien vestidos y cámaras listas para capturar el
momento histórico. Ver video. Lo que capturaron, en cambio, fue algo
mucho más revelador: el robot avanzó unos pasos, levantó el brazo para saludar
y se desplomó de bruces contra el piso del escenario. Segundos después, dos
personas corrieron a cubrirlo con cortinas negras mientras piezas del
robot quedaban esparcidas a la vista de todos.
Pero lo que ocurrió
después de la caída es lo que realmente merece mi atención, y la de ustedes. No
fue la falla técnica en sí, eso le pasa hasta al mejor, sino la respuesta
instintiva y casi coreografiada del equipo: tapar, ocultar, minimizar. Cortinas
negras sobre el desastre. Explicaciones rápidas sobre "problemas de
calibración" y "fase de pruebas". Una maniobra de relaciones
públicas ejecutada con la sutileza de quien intenta esconder un elefante detrás
de una maceta de bonsái Shito.
Pienso que aquí está
el problema: esto no es exclusivo de una empresa rusa, ni de la robótica, ni
siquiera de la tecnología. Es el modus operandi corporativo global del
siglo XXI.
La cultura
del tapete
Las empresas de hoy,
desde gigantes tecnológicos hasta startups con nombres imposibles de pronunciar,
han perfeccionado el arte de barrer la basura bajo el tapete. Apple lanza un
producto con fallas de diseño evidentes y te vende el siguiente modelo como si
el anterior nunca hubiera existido. Microsoft implementa actualizaciones que
rompen sistemas enteros y lo llama "experiencia de usuario mejorada".
Google descontinúa productos que millones de personas usaban sin siquiera
pestañear. Y OpenAI... bueno, OpenAI tiene sus propios esqueletos en el armario
de la ética de la IA. Yo mismo he fallado a lo grande, no en charlas como esa a
los 8 años, sino en lanzamientos muy anticipados en algunas de las
organizaciones a las que he tenido la oportunidad de servir en las últimas
cuatro décadas.
El patrón es siempre
el mismo: cuando algo sale mal, la primera reacción no es transparencia sino
control de daños. No queremos que la junta directiva se entere. No queremos que
los inversionistas huyan. No queremos que los usuarios pierdan la fe. Y, sobre
todo, no queremos admitir públicamente que nos equivocamos, porque eso sería
como confesar debilidad en un ecosistema donde solo los "disruptivos"
y los "resilientes" sobreviven.
Hay algo roto en esta
lógica: al ocultar el error, también ocultamos la oportunidad de aprender de
él.
Soluciones
de maquillaje
Lo que sucede después
del encubrimiento inicial es aún peor. Las empresas implementan lo que yo llamo
"soluciones de maquillaje": parches superficiales que dan la ilusión
de que se tomó acción, pero que en realidad no resuelven nada estructural. Es
como poner cinta adhesiva en un motor que está a punto de explotar y declarar
victoria.
¿Por qué? Porque hacer
las cosas bien es caro. Ir a la causa raíz significa admitir que el problema es
más profundo de lo que queremos reconocer. Significa detener operaciones,
revisar procesos completos, tal vez incluso reconocer que el producto o servicio
nunca debió salir al mercado en ese estado. Significa tiempo, dinero y, lo más
doloroso de todo, humildad pública.
Entonces optamos por
el camino fácil: un comunicado de prensa bien redactado, un ingeniero
sacrificado como chivo expiatorio, he sido yo, y seguir adelante como si nada.
Después de todo, el ciclo de noticias es corto y la memoria colectiva, más
corta aún. Bien sabré yo de eso por el entorno en el que crecí.
El miedo a
la transparencia
Existe un miedo casi
patológico en el mundo corporativo a la transparencia radical. Las empresas
temen que, si muestran sus fallas, los competidores las aprovecharán. Que, si
admiten errores, los clientes huirán. Que, si son honestas sobre sus
limitaciones, nadie querrá invertir en ellas.
Pero la realidad es todo
lo contrario.
Las empresas que triunfan
a largo plazo son aquellas que han aprendido a fracasar en público con
dignidad. Que documentan sus errores. Que publican post-mortems
detallados. Que convierten cada caída en una lección compartida con su
comunidad. Estas son las organizaciones que construyen confianza real, no solo
percepciones de perfección. Pregúntenle a David Vélez (Nu).
No me gusta su estilo
ni la cultura que promueve, pero cuando SpaceX explota un cohete, Elon Musk
tuitea sobre ello en tiempo real. Cuando GitHub sufre una interrupción masiva,
publican un análisis técnico completo de lo que salió mal. Cuando Basecamp
cometió errores garrafales en su manejo de políticas internas, sus fundadores
escribieron disculpas públicas y cambiaron su enfoque (aunque tardaron en hacerlo).
Yo mismo le pedí a mi padre, todavía en medio del llanto aquel “fatídico”
noviembre, que me cambiara de colegio; él, solo con su silencio penetrante de
siempre, simplemente me volvió a matricular allí. Un año después repetí la
charla, fue “todo un éxito”. Cincuenta años después sigo haciéndolo como
entonces, aunque los temas y el público hayan cambiado ligeramente.
Estas empresas y yo
entendimos algo fundamental: la innovación y la falla son gemelas inseparables.
No puedes tener una sin la otra. Y si pretendes innovar sin nunca fallar
públicamente, lo único que estás haciendo es mentirte a ti mismo y a todos los
demás.
El verdadero
costo de la perfección fingida
Hay un costo invisible
pero devastador en esta cultura del ocultamiento: mata la innovación desde
adentro. Cuando las empresas castigan el fracaso y premian el encubrimiento,
envían un mensaje claro a sus equipos: no tomes riesgos, no experimentes, no intentes
nada que pueda fallar visiblemente.
Los empleados aprenden
rápido. Se vuelven maestros en el arte de la mediocridad segura. Proponen solo
proyectos con garantía de éxito, o al menos, con plausible negación
incorporada. Evitan las ideas audaces porque una idea intrépida que falla es
una carrera arruinada.
Y así, lentamente, las
organizaciones se fosilizan. Se vuelven expertas en ejecutar lo mismo de
siempre, cada vez con más eficiencia, pero nunca en crear algo genuinamente
nuevo. Se convierten en museos de su propio pasado exitoso.
El robot AIdol que
cayó al piso al menos lo intentó. Al menos salió al escenario. Al menos existió
como algo más que una presentación de PowerPoint. ¿Falló? Sí. ¿Es eso malo?
Solo si no aprendemos nada de ello.
La vía alternativa
Imagina un mundo
diferente. Imagina que después de que AIdol cayera, en lugar de cortinas negras
y explicaciones apresuradas, el CEO hubiera subido al escenario y dijera: “Bueno,
eso no salió como esperábamos. Permítanme mostrarles exactamente qué falló y
qué vamos a hacer diferente la próxima vez”.
Imagina que abrieran
el robot ahí mismo, mostraran el servomotor defectuoso, explicaran el problema
de calibración, invitaran a otros ingenieros del público a ofrecer ideas.
Imagina que convirtieran el fracaso en un seminario improvisado sobre los retos
reales de la robótica humanoide.
¿Habría sido menos
vergonzoso? No. Probablemente más. Pero habría sido auténtico. Habría sido
educativo. Y, sobre todo, habría sido el tipo de momento que construye
comunidades, no solo marcas.
Las empresas que van a
dominar la próxima década no serán las que nunca fallan. Serán las que fallan
mejor. Las que documentan, iteran, comparten y evolucionan en público. Las que
entienden que la perfección es el enemigo del progreso y que la vulnerabilidad
estratégica es la nueva ventaja competitiva.
No me quiero imaginar
mi vida si don Luis Salazar de la Hoz me hubiera cambiado de escuela, si hubiese
permitido poner esa cortina negra que yo le proponía mientras volvíamos a casa.
Los efectos seguramente habrían sido devastadores para mí.
La lección del piso del escenario
AIdol cayó al piso y,
en ese momento de desplome torpe y humillante, nos mostró algo mucho más
valioso que un robot que camina perfectamente: nos mostró exactamente cómo NO
manejar el fracaso en la era de la transparencia radical.
Las cortinas negras ya
no funcionan. Todos tienen cámaras. Todo queda registrado. La viralidad no
perdona. Y en un mundo donde cada error puede convertirse en meme global en
minutos, la única defensa real es la honestidad.
No necesitamos más
empresas que finjan perfección. Necesitamos organizaciones que entiendan que la
innovación real es un desastre glorioso y documentado. Que cada prototipo roto
es un paso hacia algo mejor. Que la diferencia entre un fracaso y un aprendizaje
es lo que decides hacer después.
La próxima vez que tu
proyecto caiga de bruces en el escenario de la presentación más importante del
año, resiste el impulso de buscar cortinas negras. En lugar de eso, enciende
más luces. Invita a la gente a acercarse. Muestra las piezas rotas. Explica qué
salió mal. Y promete que la siguiente versión será mejor porque aprendiste esto
en público.
Esa es la diferencia
entre una empresa que oculta sus fallas y una que las convierte en su
superpoder.
En el futuro, las
organizaciones más valiosas no serán aquellas que nunca se equivocaron, sino
aquellas que fracasaron tan públicamente, tan a menudo y con tanta
transparencia, que transformaron el error en su principal mecanismo de
evolución. La perfección es arqueología; el fracaso iterativo es la ingeniería
del mañana.
Lucho Salazar
Dedicado a mi
padre, Luis Salazar de la Hoz, enviado especial (a 8 años de su partida eterna).
Santiago de
los Caballeros de Guatemala (hoy Antigua Guatemala), a 26 de noviembre
de 2026 – 1700 kilómetros al noroccidente de Sincelejo, 50 años después.
