Ya no dormimos. Nuestros dedos se deslizan por la pantalla
en la madrugada buscando "lo próximo" que nos salvará, que nos
redimirá, que nos pondrá en la cima del mundo digital mientras el resto de la
humanidad se desmorona en la obsolescencia. Hace unos días fue el lanzamiento
de "lo último" de OpenAI, Eso está bien, supongo. Pero en realidad da
lo mismo qué empresa sea, qué modelo, qué promesa. Ya saldrán los "very early adopters"
a contarnos de sus primeras impresiones, una vez que lo usen, experimenten y
obtengan los primeros resultados. Quizás yo sea uno de ellos. Pero no es eso lo
que me quita el sueño.
Lo que me perturbó fue lo anterior. Los días previos. El
crescendo de ansiedad colectiva: la insaciabilidad. Esa hambre feroz,
desesperada, enfermiza de tener más, de saber más, de ser más
antes que los demás.
Los "leaked
news", los chismes, las especulaciones sobre un producto que
nadie había tocado, como si fuera el Mesías técnico que nos salvaría del pecado
original de la irrelevancia. Leí las predicciones apocalípticas: "Si no te
subes a esta ola, morirás profesionalmente", "Las reglas del juego
han cambiado para siempre", "Quien no adopte esto quedará
atrás". Especulación con visos de agiotismo sobre algo intangible,
invisible, prometeico. Y lo peor no es que se diga, lo peor es que lo
creemos.
Creo que nos dejamos ganar, de una vez por todas y para
siempre, del infame hype, del FOMO que nos carcome las entrañas, del
miedo a quedarnos atrás mientras el mundo avanza sin nosotros. El nerviosismo,
el estrés es tal que ya no nos sirven las miles de herramientas que existen a
esta hora. Están ahí, funcionando, esperando ser dominadas, pero no nos
interesan. No son suficientes. Nunca son suficientes. Esperamos, con la
respiración contenida, las docenas de herramientas que aparecerán en las
próximas horas, sabiendo en el fondo de nuestra alma que tampoco esas nos
satisfarán. Y en esa carrera absurda, hemos perdido algo fundamental: la
autonomía de decidir cuándo detenernos.
Esta es la insaciabilidad. No el hambre honesta que nos
impulsa a crecer, sino la sed del que bebe agua de mar. Cada sorbo de
innovación nos deshidrata más, nos vuelve más desesperados, más dependientes.
Frenesí. Exaltación. Agitación. Excitación. Hoy hay orgasmos por el
lanzamiento, eyaculaciones prematuras de entusiasmo ante capturas de pantalla y
“demos” de cinco minutos. Mañana habrá paros cardíacos por la decepción, cuando
descubramos que la herramienta milagrosa es solo eso: una herramienta, no un
dios, no un salvador, no la respuesta definitiva a nuestra ansiedad
existencial.
He estado en reuniones donde líderes tiemblan al hablar de
IA. No por entusiasmo, sino por terror puro. El terror de que su competidor ya
la está usando mejor, más rápido, más estratégicamente. El terror de que
mientras ellos duermen, alguien más está experimentando, iterando, conquistando.
Y ese terror se filtra en cada decisión, en cada estrategia, en cada
presupuesto. Ya no preguntamos "¿Necesitamos esto?", sino "¿Qué
pasará si no lo tenemos?". Hemos invertido la lógica del progreso: ya no
buscamos mejorar, buscamos no empeorar.
Trabajamos para el algoritmo, vivimos para el timeline.
Eso es lo peor, lo que verdaderamente me quita el aliento cuando lo pienso. Ya
no usamos las herramientas; ellas nos usan. Producimos contenido para alimentar
sus bases de datos. Optimizamos nuestras palabras para complacer sus sesgos.
Modificamos nuestro pensamiento para alinearnos con sus patrones. Hemos
invertido la ecuación fundamental de la tecnología y ni siquiera nos dimos
cuenta del momento exacto en que sucedió. Simplemente un día despertamos y
estábamos al servicio de las máquinas que supuestamente creamos para servirnos
a nosotros.
Con eso, con ese momento imperceptible de rendición, la
humanidad ya perdió. No perdió una batalla, perdió la guerra completa.
Entregamos nuestra autonomía a cambio de eficiencia. Sacrificamos nuestra
soberanía mental por conveniencia. Y lo peor es que lo hicimos voluntariamente,
incluso con entusiasmo, convencidos de que estábamos siendo innovadores,
disruptivos, visionarios.
He sido ese hereje. He intentado pausar, respirar, usar lo
que ya tengo hasta dominarlo antes de saltar al siguiente brillo digital. Pero
la presión es insoportable. Cada día, docenas de mensajes, artículos, videos
sobre "lo nuevo" que cambiará todo. Y uno empieza a dudar. ¿Y si es
cierto? ¿Y si esta vez sí es diferente? ¿Y si al no subirme a este tren,
realmente me condeno a la irrelevancia? Esa duda es el gancho perfecto. Es el
anzuelo que mantiene al pez nadando en círculos, siempre mordiendo, nunca saciándose.
Lo más irónico es que hablamos de inteligencia artificial,
pero hemos perdido al menos parte nuestra inteligencia natural. La capacidad de
discernir. De priorizar. De decir "no". Hemos tercerizado nuestro
criterio a la masa, al consenso digital, al pánico colectivo. Si todos corren
hacia algo, debe ser importante. Si todos hablan de algo, debe ser
revolucionario. Pero nadie se detiene a preguntar: ¿revolucionario para quién?
¿Importante para qué?
Esta no es una crítica a la tecnología. Es un lamento por lo
que nos hemos vuelto en su nombre. Adictos a la promesa, esclavos de la
expectativa, prisioneros de nuestra propia insaciabilidad. Y mañana, cuando
salga el siguiente modelo, el siguiente framework, la siguiente
plataforma, volveremos a temblar, volveremos a correr, volveremos a perder un
poco más de nosotros mismos en el proceso. Porque al final, el verdadero costo
de la IA no se mide en dólares o en empleos perdidos. Se mide en la erosión
silenciosa de nuestra capacidad de estar presentes, de estar satisfechos, de
estar completos sin la próxima actualización.
No fue la inteligencia artificial la que nos reemplazó. Fue
nuestra propia decisión de convertirnos en algoritmos humanos, predecibles,
insaciables, siempre ejecutando la siguiente instrucción sin preguntarnos quién
escribió el código.