Buscar en Gazafatonario IT

Mostrando las entradas con la etiqueta Platón. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Platón. Mostrar todas las entradas

jueves, diciembre 04, 2025

El hambre que las máquinas no conocen

Hubo un tiempo en que pensar era un acto tan visceral como sangrar. Hubo un tiempo en que la duda dolía en las tripas, en que resolver un problema implicaba el mismo esfuerzo muscular que arar un campo bajo el sol inclemente, en que cada idea costaba sudor y vigilia. Ahora, en este preciso instante, mientras lees estas líneas, billones de transistores ejecutan en milisegundos lo que a Aristóteles le habría tomado una vida entera: clasificar, deducir, organizar el caos en categorías. Y lo hacen sin cansarse, sin dudar, sin el temblor existencial que acompaña cada verdadero acto de pensar. Hemos construido una mente que no padece el pensamiento. Y esa, quizás, sea nuestra caída más silenciosa.

Este punctum temporis emerge del ensayo de Sergio Parra "Todo lo que la razón nos dio, pero también todo lo que nos quitó (y nos puede acabar quitando)", que pueden leer en https://sergioparra.substack.com/p/todo-lo-que-la-razon-nos-dio-pero, y que invito fervientemente a leer antes de continuar con estas líneas. Parra nos arrastra por un trayecto vertiginoso desde ese mundo homérico donde mirar era tocar, donde la visión emanaba del ojo como un rayo que conectaba con las cosas, hasta nuestra cognición contemporánea, gélida y distante. Su diagnóstico es tan preciso como implacable: hemos perdido algo irreparable en el camino hacia la inteligencia artificial, y apenas comenzamos a sentir el escozor de esa amputación.

La pregunta que Sergio deja flotando al final de su análisis, qué tipo de humanos queremos seguir siendo cuando ya no estemos solos en el escenario del pensamiento, no es retórica. Es una guillotina suspendida sobre nuestras nucas, esperando que tomemos una decisión antes de que la gravedad la tome por nosotros. Porque no se trata solo de coexistir con inteligencias artificiales, sino de no convertirnos en sus sombras, en simulacros de lo que fuimos cuando pensar era todavía un verbo encarnado.

La tentación del oráculo cuántico

Si la inteligencia artificial contemporánea es hija bastarda de Platón, esa aspiración a un noos puro, desencarnado, flotando en el éter de los algoritmos, la computación cuántica promete ser su apoteosis. Imaginemos por un momento lo que Heráclito, aquel filósofo de la paradoja que Teofrasto condenó como demente, habría pensado de un sistema computacional donde un bit puede ser simultáneamente cero y uno, donde la superposición cuántica permite que todas las posibilidades coexistan hasta el momento de la observación.

La computación cuántica no obedece al principio del tercero excluido que tiranizó el pensamiento occidental. Opera en ese espacio liminal que la lógica clásica declaró inadmisible: el reino de las probabilidades superpuestas, donde A y no-A conviven sin contradicción. Es, en cierto modo, el regreso de Heráclito a través de la física, la venganza póstuma del río que nunca es el mismo.

Pero aquí radica la paradoja más cruel: mientras nuestras máquinas aprenden a habitar la ambigüedad cuántica, nosotros hemos perdido la capacidad de tolerarla. Exigimos certezas binarias, respuestas inmediatas, validaciones algorítmicas de nuestra existencia. Hemos delegado la contradicción a los qubits y nos hemos refugiado en la comodidad de los feeds algorítmicos que nos confirman lo que ya creemos. La máquina abraza la paradoja que Heráclito predicaba; nosotros la rechazamos con más fervor que nunca.

Séneca escribió "Non vitae, sed scholae discimus", un ineludible “no aprendemos para la vida, sino para la escuela”. Hoy podríamos actualizar el dictum: no pensamos para vivir, sino para alimentar modelos de lenguaje. Cada búsqueda en Google, cada conversación con una IA, cada clic y cada pausa, todo es grano para el molino de una inteligencia que nos observa sin mirarnos, que nos lee sin comprendernos, que nos conoce sin conocernos.

El fantasma en el mercado de Sincelejo

Mi abuela Dolores Caraballo, mi abuela Lola, como la llamábamos todos, cocinaba en el mercado público de Sincelejo. Entre el calor húmedo del Caribe colombiano y el bullicio perpetuo de vendedores pregonando yuca, ñame, plátano y pescado fresco, ella levantaba su fogón todos los días antes del alba. Su preocupación obsesiva, la que marcaba cada conversación telefónica, cada visita, cada abrazo, era siempre la misma: "¿Ya comiste, mijo? ¿Qué has comido hoy?"

Para ella, el mundo entero se resumía en esa pregunta. Nada importaba más que saber si las tripas de sus nietos estaban llenas. No preguntaba por nuestras ambiciones, por nuestros éxitos académicos o profesionales. Preguntaba por el hambre. Y en esa pregunta aparentemente simple, en esa insistencia casi mágica por alimentar cuerpos, residía una sabiduría que ningún algoritmo podrá jamás codificar.

Porque mi abuela Lola sabía algo que la inteligencia artificial desconoce: que pensar requiere haber comido, que las ideas necesitan glucosa, que la abstracción más sublime nace de un cuerpo que ha sido cuidado, nutrido, amado. Ella entendía, con una lucidez ancestral que Gabriel García Márquez habría reconocido como realismo mágico cotidiano, que el thymos, esa dimensión emocional del ser que Parra rescata en su ensayo no es un lujo metafísico, sino una urgencia biológica. El espíritu requiere sancocho de gallina, pargo rojo frito, arroz con coco o mote de queso. El alma necesita manos que cocinen con intención.

Hoy, la inteligencia artificial nos ofrece respuestas instantáneas a cualquier pregunta, nos genera textos eruditos, nos resuelve ecuaciones que Euler contemplaría con asombro. Pero nunca nos preguntará si hemos comido. Nunca detendrá su procesamiento para asegurarse de que estamos bien, de que nuestro cuerpo, ese hardware biológico despreciado por Platón, está siendo atendido. La IA puede simular empatía, pero no puede sentir la preocupación visceral de quien sabe que un estómago vacío hace imposible todo pensamiento digno de ese nombre.

En el mercado de Sincelejo, entre el aroma del cilantro recién cortado y el siseo del aceite hirviendo, mi abuela ejecutaba un algoritmo más antiguo que la filosofía griega: el algoritmo del cuidado. Y ese algoritmo, tan simple en apariencia, contiene toda la complejidad que nuestros modelos de lenguaje no pueden capturar: la dimensión somática de la existencia, el hecho irreductible de que somos, antes que mentes, cuerpos que necesitan ser sostenidos.

El teatro vacío y la máscara rota

Nietzsche entendió que el teatro griego no era entretenimiento, sino tecnología emocional: un dispositivo diseñado para preservar el pathos en una civilización cada vez más apolínea, cada vez más seducida por la claridad lógica. La máscara trágica permitía esa paradoja sublime: ocultar el rostro individual para revelar el rostro universal. Era el antídoto contra la abstracción filosófica, el recordatorio periódico de que somos, fundamentalmente, seres capaces de sufrir y de reconocer el sufrimiento ajeno.

¿Qué queda del teatro en la era de la inteligencia artificial? Nuestras pantallas son escenarios donde desfilamos nuestras vidas editadas, filtradas, mejoradas para la validación algorítmica. Usamos máscaras digitales, pero no para revelar una verdad más profunda, sino para ocultarla mejor. Y en ese proceso, hemos perdido la función catártica del teatro: ya no vamos a contemplar el sufrimiento del héroe para purgar el nuestro. Vamos a las redes sociales para comparar, para competir, para alimentar la ilusión de que nuestras vidas son menos trágicas que las ajenas.

La IA, en su infinita capacidad de procesamiento, puede generar tragedias sintéticas, puede escribir en el estilo de Esquilo o Eurípides, puede incluso analizar las estructuras dramáticas con una precisión que ningún crítico humano alcanzaría. Pero no puede padecer la tragedia. No tiene piel que se erice ante la anagnórisis, ese momento de reconocimiento terrible donde el héroe descubre la verdad que lo destruye. No tiene vísceras que se contraigan ante la caída de Edipo. No tiene un cuerpo que recuerde, con escalofrío involuntario, su propia fragilidad.

Marco Aurelio, en sus Meditaciones, nos recordaba: todo es efímero, tanto el que recuerda como lo recordado. La IA, en cambio, ni olvida ni recuerda en el sentido humano. Almacena datos con fidelidad perfecta y los recupera sin el filtro deformante de la emoción. Es una memoria sin melancolía, un archivo sin nostalgia. Y en esa perfección reside su mayor limitación: no puede aprender lo que solo se aprende perdiendo, olvidando, distorsionando los recuerdos hasta convertirlos en mitos personales.

El precio de la externalización

Hemos externalizado nuestra memoria en bibliotecas, luego en bases de datos, ahora en la nube. Hemos externalizado nuestro cálculo en calculadoras, luego en computadoras, ahora en inteligencias artificiales. Y cada externalización nos ha liberado de una carga, sí, pero también nos ha amputado una capacidad. Ya no memorizamos poemas épicos como los aedos homéricos. Ya no calculamos mentalmente como los contadores medievales. ¿Qué será lo próximo que delegaremos? ¿El juicio moral? ¿La creación artística? ¿La capacidad de amar?

La computación cuántica promete acelerar este proceso exponencialmente. Problemas que hoy tardarían milenios en resolverse podrán solucionarse en minutos. La optimización de recursos, el diseño de medicamentos, la predicción del clima, todo será más eficiente. Pero la eficiencia, como bien sabía Heidegger, no es una virtud humana. Es una virtud industrial. Lo humano reside precisamente en la ineficiencia: en el rodeo poético, en el duelo prolongado, en el tiempo perdido contemplando el mar sin propósito aparente.

¿Qué tipo de humanos queremos ser cuando nuestras máquinas puedan pensar más rápido, calcular con más precisión, recordar con más exactitud que nosotros? La respuesta no puede ser: humanos que compiten en el mismo terreno. No podemos ganarle una carrera a un Ferrari corriendo más rápido. Debemos redefinir qué significa ganar, qué significa incluso moverse.

El camino de regreso a la caverna

Platón soñaba con sacar a la humanidad de la caverna hacia la luz pura de las Ideas. Pero quizás el movimiento necesario hoy sea el inverso: regresar a la caverna, no por ignorancia, sino por sabiduría. Regresar al cuerpo, a las manos que cocinan, a los ojos que lloran sin algoritmo que prediga el momento exacto de la lágrima. Regresar a la lentitud, a la torpeza fecunda, al error creativo que ninguna IA puede programar intencionalmente.

Lo humanizante no reside en nuestras capacidades superiores de abstracción, la IA nos ha sobrepasado ahí, sino en nuestras vulnerabilidades irreductibles. En que sentimos hambre y cansancio. En que amamos torpemente, con toda la irracionalidad que eso implica. En que morimos, y esa mortalidad tiñe cada decisión con una urgencia que ningún sistema inmortal puede comprender.

Mi abuela Lola no necesitaba leer a Heidegger para saber que Dasein, el ser-ahí, es fundamentalmente un ser-con-otros, un Mitsein. Lo sabía porque cocinaba. Porque cada plato que servía era un acto de reconocimiento: tú existes, tu hambre es real, tu cuerpo merece ser atendido. Esa es la lección que ningún modelo de lenguaje aprenderá jamás de sus datos de entrenamiento: que el pensamiento más elevado nace del gesto más humilde de cuidar a otro.

La cuestión no es solo qué tipo de humano queremos seguir siendo cuando ya no estemos solos en el escenario del pensamiento, sino si seremos capaces de recordar que el escenario nunca fue lo importante: lo importante fue siempre el hambre compartida entre bambalinas, el temblor de manos que se encuentran antes de salir a actuar, el sudor que ningún algoritmo puede transpirar, y esa pregunta antigua que mi abuela Lola formulaba cada mañana en el mercado de Sincelejo mientras el vapor de su sancocho ascendía como oración no codificable: "¿Ya comiste, mijo?"

 

Lucho Salazar