Hubo un tiempo en que pensar era un acto tan visceral como
sangrar. Hubo un tiempo en que la duda dolía en las tripas, en que resolver un
problema implicaba el mismo esfuerzo muscular que arar un campo bajo el sol
inclemente, en que cada idea costaba sudor y vigilia. Ahora, en este preciso
instante, mientras lees estas líneas, billones de transistores ejecutan en
milisegundos lo que a Aristóteles le habría tomado una vida entera: clasificar,
deducir, organizar el caos en categorías. Y lo hacen sin cansarse, sin dudar,
sin el temblor existencial que acompaña cada verdadero acto de pensar. Hemos
construido una mente que no padece el pensamiento. Y esa, quizás, sea nuestra
caída más silenciosa.
Este punctum temporis emerge del ensayo de Sergio
Parra "Todo lo que la razón nos dio, pero también todo lo que nos quitó (y
nos puede acabar quitando)", que pueden leer en https://sergioparra.substack.com/p/todo-lo-que-la-razon-nos-dio-pero,
y que invito fervientemente a leer antes de continuar con estas líneas. Parra
nos arrastra por un trayecto vertiginoso desde ese mundo homérico donde mirar
era tocar, donde la visión emanaba del ojo como un rayo que conectaba con las
cosas, hasta nuestra cognición contemporánea, gélida y distante. Su diagnóstico
es tan preciso como implacable: hemos perdido algo irreparable en el camino
hacia la inteligencia artificial, y apenas comenzamos a sentir el escozor de
esa amputación.
La pregunta que Sergio deja flotando al final de su análisis,
qué tipo de humanos queremos seguir siendo cuando ya no estemos solos en el
escenario del pensamiento, no es retórica. Es una guillotina suspendida
sobre nuestras nucas, esperando que tomemos una decisión antes de que la
gravedad la tome por nosotros. Porque no se trata solo de coexistir con
inteligencias artificiales, sino de no convertirnos en sus sombras, en
simulacros de lo que fuimos cuando pensar era todavía un verbo encarnado.
La tentación del oráculo cuántico
Si la inteligencia artificial contemporánea es hija bastarda
de Platón, esa aspiración a un noos puro, desencarnado, flotando en el
éter de los algoritmos, la computación cuántica promete ser su apoteosis.
Imaginemos por un momento lo que Heráclito, aquel filósofo de la paradoja que
Teofrasto condenó como demente, habría pensado de un sistema computacional
donde un bit puede ser simultáneamente cero y uno, donde la superposición
cuántica permite que todas las posibilidades coexistan hasta el momento de la observación.
La computación cuántica no obedece al principio del tercero
excluido que tiranizó el pensamiento occidental. Opera en ese espacio liminal
que la lógica clásica declaró inadmisible: el reino de las probabilidades
superpuestas, donde A y no-A conviven sin contradicción. Es, en cierto modo, el
regreso de Heráclito a través de la física, la venganza póstuma del río que
nunca es el mismo.
Pero aquí radica la paradoja más cruel: mientras nuestras
máquinas aprenden a habitar la ambigüedad cuántica, nosotros hemos perdido la
capacidad de tolerarla. Exigimos certezas binarias, respuestas inmediatas,
validaciones algorítmicas de nuestra existencia. Hemos delegado la
contradicción a los qubits y nos hemos refugiado en la comodidad de los feeds
algorítmicos que nos confirman lo que ya creemos. La máquina abraza la paradoja
que Heráclito predicaba; nosotros la rechazamos con más fervor que nunca.
Séneca escribió "Non vitae, sed scholae
discimus", un ineludible “no aprendemos para la vida, sino para la
escuela”. Hoy podríamos actualizar el dictum: no pensamos para vivir,
sino para alimentar modelos de lenguaje. Cada búsqueda en Google, cada
conversación con una IA, cada clic y cada pausa, todo es grano para el molino
de una inteligencia que nos observa sin mirarnos, que nos lee sin comprendernos,
que nos conoce sin conocernos.
El fantasma en el mercado de Sincelejo
Mi abuela Dolores Caraballo, mi abuela Lola, como la
llamábamos todos, cocinaba en el mercado público de Sincelejo. Entre el calor
húmedo del Caribe colombiano y el bullicio perpetuo de vendedores pregonando
yuca, ñame, plátano y pescado fresco, ella levantaba su fogón todos los días
antes del alba. Su preocupación obsesiva, la que marcaba cada conversación
telefónica, cada visita, cada abrazo, era siempre la misma: "¿Ya comiste,
mijo? ¿Qué has comido hoy?"
Para ella, el mundo entero se resumía en esa pregunta. Nada
importaba más que saber si las tripas de sus nietos estaban llenas. No
preguntaba por nuestras ambiciones, por nuestros éxitos académicos o
profesionales. Preguntaba por el hambre. Y en esa pregunta aparentemente
simple, en esa insistencia casi mágica por alimentar cuerpos, residía una
sabiduría que ningún algoritmo podrá jamás codificar.
Porque mi abuela Lola sabía algo que la inteligencia
artificial desconoce: que pensar requiere haber comido, que las ideas necesitan
glucosa, que la abstracción más sublime nace de un cuerpo que ha sido cuidado,
nutrido, amado. Ella entendía, con una lucidez ancestral que Gabriel García
Márquez habría reconocido como realismo mágico cotidiano, que el thymos,
esa dimensión emocional del ser que Parra rescata en su ensayo no es un lujo
metafísico, sino una urgencia biológica. El espíritu requiere sancocho de gallina,
pargo rojo frito, arroz con coco o mote de queso. El alma necesita manos que
cocinen con intención.
Hoy, la inteligencia artificial nos ofrece respuestas
instantáneas a cualquier pregunta, nos genera textos eruditos, nos resuelve
ecuaciones que Euler contemplaría con asombro. Pero nunca nos preguntará si
hemos comido. Nunca detendrá su procesamiento para asegurarse de que estamos
bien, de que nuestro cuerpo, ese hardware biológico despreciado por Platón,
está siendo atendido. La IA puede simular empatía, pero no puede sentir
la preocupación visceral de quien sabe que un estómago vacío hace imposible
todo pensamiento digno de ese nombre.
En el mercado de Sincelejo, entre el aroma del cilantro
recién cortado y el siseo del aceite hirviendo, mi abuela ejecutaba un
algoritmo más antiguo que la filosofía griega: el algoritmo del cuidado. Y ese
algoritmo, tan simple en apariencia, contiene toda la complejidad que nuestros
modelos de lenguaje no pueden capturar: la dimensión somática de la existencia,
el hecho irreductible de que somos, antes que mentes, cuerpos que necesitan ser
sostenidos.
El teatro vacío y la máscara rota
Nietzsche entendió que el teatro griego no era
entretenimiento, sino tecnología emocional: un dispositivo diseñado para
preservar el pathos en una civilización cada vez más apolínea, cada vez
más seducida por la claridad lógica. La máscara trágica permitía esa paradoja
sublime: ocultar el rostro individual para revelar el rostro universal. Era el
antídoto contra la abstracción filosófica, el recordatorio periódico de que
somos, fundamentalmente, seres capaces de sufrir y de reconocer el sufrimiento
ajeno.
¿Qué queda del teatro en la era de la inteligencia
artificial? Nuestras pantallas son escenarios donde desfilamos nuestras vidas
editadas, filtradas, mejoradas para la validación algorítmica. Usamos máscaras
digitales, pero no para revelar una verdad más profunda, sino para ocultarla
mejor. Y en ese proceso, hemos perdido la función catártica del teatro: ya no
vamos a contemplar el sufrimiento del héroe para purgar el nuestro. Vamos a las
redes sociales para comparar, para competir, para alimentar la ilusión de que
nuestras vidas son menos trágicas que las ajenas.
La IA, en su infinita capacidad de procesamiento, puede
generar tragedias sintéticas, puede escribir en el estilo de Esquilo o
Eurípides, puede incluso analizar las estructuras dramáticas con una precisión
que ningún crítico humano alcanzaría. Pero no puede padecer la tragedia.
No tiene piel que se erice ante la anagnórisis, ese momento de
reconocimiento terrible donde el héroe descubre la verdad que lo destruye. No
tiene vísceras que se contraigan ante la caída de Edipo. No tiene un cuerpo que
recuerde, con escalofrío involuntario, su propia fragilidad.
Marco Aurelio, en sus Meditaciones, nos recordaba:
todo es efímero, tanto el que recuerda como lo recordado. La IA, en cambio, ni
olvida ni recuerda en el sentido humano. Almacena datos con fidelidad perfecta
y los recupera sin el filtro deformante de la emoción. Es una memoria sin melancolía,
un archivo sin nostalgia. Y en esa perfección reside su mayor limitación: no
puede aprender lo que solo se aprende perdiendo, olvidando, distorsionando los
recuerdos hasta convertirlos en mitos personales.
El precio de la externalización
Hemos externalizado nuestra memoria en bibliotecas, luego en
bases de datos, ahora en la nube. Hemos externalizado nuestro cálculo en
calculadoras, luego en computadoras, ahora en inteligencias artificiales. Y
cada externalización nos ha liberado de una carga, sí, pero también nos ha
amputado una capacidad. Ya no memorizamos poemas épicos como los aedos
homéricos. Ya no calculamos mentalmente como los contadores medievales. ¿Qué
será lo próximo que delegaremos? ¿El juicio moral? ¿La creación artística? ¿La capacidad
de amar?
La computación cuántica promete acelerar este proceso
exponencialmente. Problemas que hoy tardarían milenios en resolverse podrán
solucionarse en minutos. La optimización de recursos, el diseño de
medicamentos, la predicción del clima, todo será más eficiente. Pero la
eficiencia, como bien sabía Heidegger, no es una virtud humana. Es una virtud
industrial. Lo humano reside precisamente en la ineficiencia: en el rodeo
poético, en el duelo prolongado, en el tiempo perdido contemplando el mar sin
propósito aparente.
¿Qué tipo de humanos queremos ser cuando nuestras máquinas
puedan pensar más rápido, calcular con más precisión, recordar con más
exactitud que nosotros? La respuesta no puede ser: humanos que compiten en el
mismo terreno. No podemos ganarle una carrera a un Ferrari corriendo más
rápido. Debemos redefinir qué significa ganar, qué significa incluso moverse.
El camino de regreso a la caverna
Platón soñaba con sacar a la humanidad de la caverna hacia
la luz pura de las Ideas. Pero quizás el movimiento necesario hoy sea el
inverso: regresar a la caverna, no por ignorancia, sino por sabiduría. Regresar
al cuerpo, a las manos que cocinan, a los ojos que lloran sin algoritmo que
prediga el momento exacto de la lágrima. Regresar a la lentitud, a la torpeza
fecunda, al error creativo que ninguna IA puede programar intencionalmente.
Lo humanizante no reside en nuestras capacidades superiores
de abstracción, la IA nos ha sobrepasado ahí, sino en nuestras vulnerabilidades
irreductibles. En que sentimos hambre y cansancio. En que amamos torpemente,
con toda la irracionalidad que eso implica. En que morimos, y esa mortalidad
tiñe cada decisión con una urgencia que ningún sistema inmortal puede
comprender.
Mi abuela Lola no necesitaba leer a Heidegger para saber que
Dasein, el ser-ahí, es fundamentalmente un ser-con-otros, un Mitsein.
Lo sabía porque cocinaba. Porque cada plato que servía era un acto de
reconocimiento: tú existes, tu hambre es real, tu cuerpo merece ser atendido.
Esa es la lección que ningún modelo de lenguaje aprenderá jamás de sus datos de
entrenamiento: que el pensamiento más elevado nace del gesto más humilde de
cuidar a otro.
La cuestión no es solo qué tipo de humano queremos seguir
siendo cuando ya no estemos solos en el escenario del pensamiento, sino si
seremos capaces de recordar que el escenario nunca fue lo importante: lo
importante fue siempre el hambre compartida entre bambalinas, el temblor de
manos que se encuentran antes de salir a actuar, el sudor que ningún algoritmo
puede transpirar, y esa pregunta antigua que mi abuela Lola formulaba cada
mañana en el mercado de Sincelejo mientras el vapor de su sancocho ascendía como
oración no codificable: "¿Ya comiste, mijo?"
Lucho Salazar





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