En 1997, un joven ingeniero de
software, convencido de que podía transformar la experiencia del cliente en el
sector del alquiler de películas, propuso una idea radical para la época:
ofrecer un servicio de alquiler de videos por internet, con envío físico a
domicilio. Blockbuster, el líder indiscutido del mercado, respondió bajo una
lógica profundamente conservadora: "Muéstranos que ya funciona en otro
lado". Esa exigencia de validación externa, ese miedo disfrazado de
prudencia, fue su sentencia. Mientras Netflix abrazaba la exploración,
Blockbuster quedaba atrapado en la explotación de su modelo, condenándose
lentamente a la irrelevancia.
Este momento no es solo una
anécdota corporativa del pasado. Me gusta contarla en mis charlas sobre
experimentación e innovación porque es una advertencia viva que muchas
organizaciones actuales siguen ignorando. El espejo del pasado refleja
oportunidades perdidas por miedo al qué dirán, a la falta de precedentes o al
deseo incontrolable de certezas.
El espejismo de la innovación sin riesgo
Hoy, a pesar de que los discursos
empresariales están repletos de términos como disrupción, design thinking,
agilidad, transformación digital y cultura de la innovación, en la práctica
seguimos viendo decisiones que priorizan la predictibilidad sobre el potencial.
Se pide a los equipos que imaginen lo inédito, pero bajo la condición de que
haya antecedentes. Se alienta a crear lo que nadie ha hecho, pero solo si
alguna empresa exitosa ya lo intentó antes. Esta paradoja nutre un fenómeno
organizacional crónico: la burbuja de la innovación predictiva.
Esta burbuja es una cámara de
aislamiento que impide el verdadero salto innovador porque se rehúsa a aceptar
que el riesgo y la incertidumbre son parte esencial del ADN de lo nuevo.
Representa una tensión epistemológica entre dos lógicas organizacionales: la de
la exploración y la de la explotación. En breve, es el deseo corporativo de
recorrer territorios desconocidos sin alejarse del mapa. Una contradicción que,
cuando no se reconoce, lleva a las organizaciones a simular innovación sin
realmente practicarla.
Es como pedirle a un chef que
invente un plato completamente nuevo, inédito y memorable, pero solo si ese
plato ya fue aprobado previamente por los críticos gastronómicos de París y
Tokio. La analogía refleja de manera simple el abismo entre lo que se proclama
en las salas de reuniones y lo que realmente se permite en la operación diaria.
El teatro de la innovación corporativa
La innovación se practica, no se promete
La innovación verdadera no surge de
la extrapolación del pasado. No es una proyección lineal de lo que ya funcionó.
La innovación real emana de la capacidad de experimentar, de diseñar entornos
controlados donde la incertidumbre se convierte en un insumo valioso. Innovar
implica iterar, fallar, observar, adaptar. Implica abandonar el mito de la
genialidad instantánea y reemplazarlo por el rigor del aprendizaje continuo.
Requiere pasar de una cultura de control a una cultura de aprendizaje, en la
que el error no se castiga, sino que se analiza y hasta se premia.
En este enfoque, los experimentos
no se diseñan solo para confirmar una hipótesis, también para aprender de lo
inesperado. La innovación, en su forma más pura, es una práctica de humildad cognitiva.
Es el reconocimiento de que, para crear algo realmente nuevo, debemos aceptar
no saber. Y esa aceptación es profundamente turbulenta en culturas
organizacionales obsesionadas con el control.
Romper la burbuja: un imperativo estratégico
El futuro, por definición, no está
escrito. No puede repetirse porque no ha ocurrido. Por eso no puede validarse
con estadísticas del pasado. Debe descubrirse a través de procesos que admitan
lo desconocido como condición. Romper la burbuja de la innovación predictiva no
es solo recomendable: es indispensable para cualquier organización que aspire a
mantenerse relevante en la próxima década.
Esto implica rediseñar los sistemas
de gobernanza, repensar los criterios de inversión en proyectos, resignificar
el papel del liderazgo y reentrenar a los equipos para operar en entornos donde
el éxito no está garantizado, pero donde el aprendizaje está asegurado.
Significa dejar de preguntarse "¿quién más lo hizo?" para comenzar a
preguntarse "¿qué podríamos aprender si somos los primeros en
intentarlo?"
Finalmente, la verdadera capacidad
innovadora no reside solo en detectar la próxima gran idea, sino además en
crear entornos estructurales, culturales y operativos que permitan que esas
ideas emerjan, evolucionen y se validen rápidamente. El liderazgo del futuro no
será el que controle más variables, sino el que habilite más posibilidades. La
capacidad de innovar dependerá menos de tener la respuesta correcta y más de
hacer las preguntas adecuadas en el momento correcto.
La innovación no se pronostica. Se
practica. Se arriesga. Se encarna. Y solo quienes entiendan esto, estarán
realmente preparados para inventar el futuro.
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